«Quienes impulsan el ‘pinganillo’ en el Congreso están arteramente alejando la voluntad de entendimiento más que multiplicando las posibilidades de comunicación”, escribe Gonzalo Núñez
Hace tiempo me contaron una anécdota interesante, y diría que hasta reveladora, si hablamos de comunicación. La acción tenía lugar en una boda intercultural, interlingüística e ‘intertodo’: una italiana se casaba con un sueco en una casita de madera a las afueras de Estocolmo. Al parecer, como suele ser habitual, colocaron a las abuelas de los contrayentes en una misma mesa; ellas mismas, acabada la cena, siguieron sentadas una a la vera de la otra, observando el espectáculo de la juventud (espectáculo a veces patético y a veces tierno, en estos casos) y departiendo entre ellas.
Lo curioso es que ni la abuela italiana hablaba sueco, ni la abuela sueca hablaba italiano. Ninguna de las dos se defendía en inglés o cualquier otra lengua común. El emisor A se dirigía al emisor B en su idioma nativo y el emisor B respondía al emisor A en la lengua que le era propia. Se entendían a la perfección, porque la cuestión trascendía el mensaje: eran dos abuelas comunicándose entre sí, mostrando ante todo su predisposición a entenderse con la otra parte, a mantenerse dentro de una conversación. Lo de menos era que una hablara de la cocción perfecta del gnocchi y la otra replicase con sus memorias de la guerra.
Para mí, es evidente que la verdadera comunicación es el camino más corto para el entendimiento (y el reconocimiento) del otro. Y eso, más que en las palabras, reside en la actitud. El fundamento del éxito en cualquier empresa humana es, más que la posibilidad de una comunicación perfecta, la voluntad de entendimiento. Lo que hizo desmoronarse a la Torre de Babel no fue, según mi interpretación, la multiplicación de las lenguas que dispuso el Yahvé bíblico: esa es sólo una metáfora sobre la falta de entendimiento y, en definitiva, la desunión.
Pensaba yo en la boda sueca a colación de la polémica de los ‘pinganillos’ en el Congreso y me preguntaba si sería posible que, no habiéndose jamás entendido los nacionalistas con los constitucionalistas en la lengua común, habrán de entenderse en diferentes idiomas. Me temo que no y, en ese caso, estamos más ante una sublimación estéril de la diversidad sin ganancia alguna en concepto de entendimiento. Las dos abuelas del matrimonio nórdico, sin referencias compartidas, tenían mucho más ganado en materia de comunicación que nuestros diputados: un marco general común basado en su voluntad expresa de mantener un diálogo, aunque sea de besugos.
Con la comunicación, para la que contamos con recursos inestimables (traductores, inteligencias artificiales, etc…) sucede como con la información en la era de internet: a mayores posibilidades, más desinformación. Quienes impulsan el ‘pinganillo’ en el Congreso están arteramente alejando la voluntad de entendimiento más que multiplicando las posibilidades de comunicación. Hablar en el idioma de su región en un foro en el que la única lengua compartida por todos es el español no es defender la diversidad sino exaltar lo castizo y despejar del escenario un punto más en común.
Cualquiera que observe con honestidad el marco español asumirá que el plurilingüismo no está amenazado: cualquier instancia, cualquier gestión administrativa, cualquier estudio puede llevarse a cabo en la lengua cooficial de cada región. En Cataluña, de hecho, la teórica amenaza del catalán ha propiciado la prohibición de rotular en castellano y en el País Vasco, un duendecillo simpático vela porque los niños en el recreo no hablen la ‘lengua del opresor’. Un madrileño o un andaluz no pueden trabajar en dichas comunidades sin conocer la lengua local, mientras que un vasco o un catalán pueden optar a una plaza pública en Andalucía o Madrid.
Que la comunicación se use contra el entendimiento es otra de las paradojas de este país. Que la diversidad enmascare un pasito más hacia la desunión es algo a lo que ya nos tienen acostumbrados los nacionalistas. Dudo que con pinganillos vayamos a entendernos.