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Opinión

Por Juan Ramón Rallo

La política fiscal ha de colaborar en la lucha contra la inflación 

“Del mismo modo que la política monetaria se ha vuelto contractiva durante el último año, la política fiscal también debe hacerlo”

La inflación es una consecuencia conjunta del abuso de la política fiscal y del abuso de la política monetaria. Cuando algunos economistas remarcan que se trata de “un fenómeno monetario”, se está dejando de lado la naturaleza igualmente fiscal de la misma. 

Ambas, tanto la política monetaria como la fiscal, contribuyen a incrementar el gasto nominal agregado a costa del aumento del endeudamiento público y, por tanto, ambas contribuyen a depreciar el valor de los pasivos estatales (entre los que se halla la moneda fiat). Eso es la inflación: que la moneda emitida por el Estado, como pasivo del Estado, se deprecia y, por tanto, todos los precios expresados respecto a sí misma se encarecen. 

En este sentido, la primera reacción (tardía) de las autoridades políticas ante el estallido de la inflación que arrancó en 2021 fue apelar a la política monetaria restrictiva: aun con retraso (las primeras subidas de tipos de interés no llegaron hasta marzo de 2022), se escogió enfriar el gasto encareciendo el crédito y recompensando la inmovilización del ahorro (subidas de tipos de interés). Sin embargo, una política monetaria restrictiva puede no ser suficiente para controlar la inflación si la política fiscal continúa adoptando un tono irresponsable. 

De hecho, podría llegar a ocurrir que una política monetaria restrictiva en forma de altos tipos de interés terminase teniendo efectos inflacionistas si la política fiscal se comporta de manera irresponsable. A la postre, los altos tipos de interés encarecen el coste de la deuda pública, generando un doble efecto negativo sobre la inflación: por un lado, merman la solvencia del Estado, deteriorando aún más el valor de sus pasivos. Por otro, los mayores desembolsos en intereses incrementan los ingresos corrientes de los acreedores del Estado, posibilitando un mayor gasto nominal agregado. 

En ese contexto, y en ausencia de cooperación de buena fe por parte de los Tesoros nacionales, los bancos centrales pueden volverse impotentes para luchar contra la inflación. Si suben los tipos de interés y los Tesoros mantienen sus déficits inalterados, ese déficit no dejará de crecer; si bajan los tipos de interés, no sólo se animará a los Tesoros nacionales a seguir gastando por encima de sus ingresos, sino que se alimentará al sector privado a que se endeude con cargo a esos bajos tipos de interés. 

El problema ya está comenzando a estallar en EEUU: allí, la Reserva Federal (Fed) ha colocado los tipos de interés en el 5,5%, pero el gobierno federal ha disparado el déficit público. Durante el último ejercicio fiscal, el Tesoro estadounidense duplicó su déficit (desde un billón hasta dos billones de dólares), todo lo cual no sólo sigue acrecentando el stock de deuda, sino que mantiene encendidas las tensiones inflacionistas y empuja a la Fed a mantener los tipos de interés elevados. 

Pero unos tipos de interés elevados también provocan que el déficit siga creciendo: en estos momentos, los pagos por intereses de la deuda pública estadounidense ya rozan el billón de dólares y semejante cifra seguirá en aumento mientras la Fed no empiece a moderar el coste de la financiación. 

A tenor de lo expuesto, va siendo cada vez más necesario que gobiernos y bancos centrales remen en la misma dirección: que, del mismo modo que la política monetaria se ha vuelto contractiva durante el último año, la política fiscal también lo haga. Y esto es especialmente cierto en el caso de EEUU (y, en menor medida, de la Eurozona, cuyos déficits son menores y, a partir de 2024, volverá a estar vigente el Pacto de Estabilidad y Crecimiento). En caso contrario, no conseguiremos anclar la credibilidad de la divisa y la inflación permanecerá por encima del 2% ambicionado a medio plazo.  

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