“Si la Administración quiere ser un banco cuando los bancos fallan, que lo haga con criterios de eficiencia y con severo control del riesgo”
La ‘orgía’ descontrolada de gasto público de los últimos años -agravada por el rescate bancario de 2012 y por los desastrosos efectos de la pandemia sobre el tejido productivo- empieza a tener importantes consecuencias para la estabilidad financiera del Estado. El gigante de los más de 1,5 billones de euros de deuda es, además, un acreedor que sufre una relevante cifra de morosidad por parte de deudores que no habrían pasado el examen de cualquier departamento de análisis de riesgo crediticio.
Por extensión, la realidad empieza a azotar a aquellas empresas que aprovecharon la generosidad de la Administración para mantenerse a flote durante la Covid-19, o, directamente, para lograr ingresos adicionales con los que ‘maquillar’ la cuenta de resultados. La desaparición de la moratoria concursal, la nueva normativa -aprobada en septiembre de 2022- y los efectos de la pasada benevolencia en la concesión de los créditos ICO han dado una nueva ‘vuelta de tuerca’ al sector privado. De hecho, estos dos factores han retrasado un desenlace que quizá era inevitable, pandemia o no mediante.
Los requisitos para solicitar crédito público durante la crisis de la Covid-19 fueron tan laxos que muchos de los ahora deudores pudieron hasta invertir este capital en Bolsa para lograr rentabilizarlo. Parece una broma, pero no lo es, nadie les preguntó apenas nada, salvo la obligación de devolver el dinero en un plazo de dos años. ‘Barra libre’ sin control, nada nuevo bajo el sol.
Como consecuencia, el Estado engordó el grupo de las denominadas como empresas ‘zombis’ que empiezan a solicitar ahora concurso de acreedores. No es de extrañar, por tanto, que la Comisión Europea (CE) quiera revisar la gestión de los fondos europeos Next Generation. Recordemos aquella gloriosa frase de la ex ministra Carmen Calvo: “El dinero público no es de nadie”.
Según los datos del Consejo General de Economistas (CGE), los concursos de acreedores de personas físicas y de autónomos se cuadruplicaron en 2022 frente a 2019, antes de la pandemia. En el caso de las empresas, la cifra crece en tasa interanual entre un 15% y un 25%, en función de la fuente consultada. Según los expertos, seguirá aumentando en los próximos meses, fruto del aumento de la inflación, de las restricciones de acceso a crédito por el aumento de los tipos de interés, el citado fin de la moratoria concursal.
Este incremento de las insolvencias también ha provocado un ‘agujero’ en las cuentas de la Administración Pública, que ya arrastraba pérdidas muy abultadas por el rescate bancario. Concretamente, alrededor de 50.000 millones de euros. A la quiebra de las cajas de ahorros, muchas de ellas lideradas o gestionadas por políticos, se suman ahora los impagos de los créditos ICO. Hasta enero, se daban por perdidos más de 6.000 millones.
Solo esos dos capítulos han generado, por tanto, unas pérdidas de cerca de 60.000 millones de euros que el Estado sí tendrá que devolver, con refinanciación de Letras, bonos y obligaciones y nuevas emisiones del Tesoro (75.000 millones este año, como mínimo). Después del despilfarro, y con el objetivo de dar una imagen de ‘mano dura’ ante los electores, los impuestos sobre los beneficios bancarios y de las eléctricas han aportado ya 1.454 millones. Siempre que hay problemas, el Estado inventa un nuevo tributo, pero no veremos la misma agilidad para ajustar el gasto público.
Como hemos dicho en varias ocasiones, lo deseable sería que el Estado, desde su atalaya privilegiada que todo lo quiere controlar, cogiera aquellos aspectos más interesantes del funcionamiento de las empresas y los adoptara en su operativa diaria. La eficiencia es uno de ellos, y la gestión del riesgo crediticio, otro. Ya que la Administración juega a ser un banco cuando los bancos fallan, al menos, que lo haga bien.