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Opinión

Por Gonzalo Núñez

La ética del gregario 

“Hay una ética del gregario que sólo se encuentra en el ciclismo, que es el deporte que más humildad precisa, y se puede aplicar al mundo general”

No hay nada más importante en julio que el Tour de Francia. Ni siquiera las vacaciones, en caso de que cuadren con el mes. Sea en Pernambuco o en la Conchinchina, mi compromiso con el ciclismo obliga a sacar horas en mitad de un viaje, a dar explicaciones, a buscar una tele cuando no llevaba uno a cuestas el portátil. He visto al petardo de Armstrong reventar a sus rivales desde un sofá en Florencia, junto a un gato enfermo llamado Alfonso; a Contador emerger de la nada en su primer Tour, en un bar de polígono de vuelta de Praga; a Valverde subirse al pódium en una pequeña isla griega.  

No hay deporte más bonito que el ciclismo ni hay evento más maravilloso que el Tour de Francia. Se ha hablado mucho de la épica y hasta la condición moral del ciclismo: es un deporte despiadado, durísimo, suma de todos los valores a contracorriente: pundonor, perseverancia, esfuerzo, resiliencia antes de que se llamara resiliencia… A diferencia del fútbol, un espectáculo siempre de cara al otro, con los otros, siempre rutilante, hay un trabajo sordo y diario en el ciclismo, un sacerdocio que no trasciende. El ciclista es un samurái.       

Con el tiempo, uno, que va digiriendo sus propios fracasos y desengaños, que asume que triunfadores hay estadísticamente pocos, comienza a fijarse menos en el campeón como en el segundón, ese oscuro deportista que dispara cien veces y acierta una, es decir, se trabaja diez escapadas para dar finalmente en el blanco. O en el gregario, cuyo triunfo es que su jefe alcance las metas acordadas y, como mucho, salir de fondo, lejos, alzando los brazos cuando su líder entra con el amarillo entre una nube de flashes. 

Hay una ética del gregario que sólo se encuentra en el ciclismo, que es el deporte que más humildad precisa. Esa ética, creo yo, es de aplicación social, buen ejemplo para un mundo (laboral, comercial, empresarial, social) cuya atención está puesta indefectiblemente en el primero, en el campeón, en el triunfador. Esa ética del gregario no supone fijarse en el segundo o el tercero (las carreras se corren para ganar) ni exaltar al fracasado (corriente en boga por la moral del victimismo que se va imponiendo), sino saber valorar el amor al trabajo bien hecho, la dedicación plena en el ámbito que nos toque, por modesto que sea.  

Así, el gregario también triunfa cuando, tras meses de pedaleo paciente y obstinado, sube a su líder a lo alto del Galibier y lo lanza a pelear con los gallos en la mejor de las condiciones posibles. Ahí, justo ahí, ese tipo humilde que no sale en la foto finish, ha ganado su etapa, ha cumplido el objetivo. Ha triunfado. Nadie, fuera del experto, fuera del aficionado con tablas, lo notará ni lo hará notar, pero sin ese trabajo sectorial a pleno rendimiento, el líder no podría alcanzar el amarillo.  

En un corto documental de Movistar +, de nombre elocuente (‘Gregarios, ganar perdiendo’) varios de estos ciclistas sin renombre comienzan asumiendo que, a cierta edad entendieron que nunca serían el número 1. El cuerpo manda, las capacidades de cada uno nos sitúan en un tramo concreto de la carrera. No es un desdoro sino un signo de inteligencia, entenderlo, asumirlo y trabajar dentro de esas capacidades para alcanzar la excelencia. 

En una sociedad en la que impera un culto al éxito de cuño anglosajón, tan exagerado como contraproducente por su capacidad para desmotivar y vaciar de sentido a cualquiera que no alcance la cumbre, la ética del gregario implica trabajar en la medida de los objetivos y las capacidades. En función de ellos, dar el máximo, buscar la excelencia, incluso cuando ésta supone destrozarse en el último puerto para que el líder reciba al final de la jornada el ramo de flores y la botella de champán. Como suele decirse: hice lo que pude con lo que tenía. 

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